martes, 15 de diciembre de 2009

El canto de sirenas de la tiranía.

 

Los que fueron grupúsculos de la extrema izquierda  del totalitarismo siguen buscando nuevas ideologías funestas

- BRET STEPHENS-

El libro La gran mascarada.  Ensayo sobre la supervivencia de la utopía socialista se publicó por primera vez en Francia en el 2000.  Trata, en lo fundamental, del fracaso de gran parte de la izquierda francesa para asumir el colapso del comunismo y el descubrimiento de sus innumerables crímenes.  Los acontecimientos y debates que aborda tienen que ver, sobre todo, con los años noventa, y su autor murió en el 2006.
El libro, que aparece por fin en inglés en una traducción excelente y con el título Last Exit to Utopia, debe conseguir la atención del público porque fue escrito por Jean-Francois Revel quien —a diferencia de ídolos biempensantes como Jean-Paul Sartre (admirador de Stalin) y Michel Foucault (seguidor del Ayatollah Khomeini)— merece ser considerado el preeminente filósofo político francés de la segunda mitad del siglo XX.  Además, los temas del libro siguen resonando hoy, cuando ideologías funestas siguen luchando por legitimarse y obtener la aceptación “ilustrada” de la intelectualidad occidental.
El gran tema de Revel fue el totalitarismo, y no sólo su práctica, sino también sus métodos intelectuales, sus engaños y sus perturbadores atractivos sicológicas.  En los libros  La tentación totalitaria (1976) y Cómo terminan las democracias (1983) diseccionó la mentalidad de los intelectuales occidentales quienes, a pesar de que viven en democracia, encontraban mucho que admirar en países totalitarios como la Unión Soviética y Cuba, y mucho que detestar en los países libres, sobre todo en Estados Unidos.
¿Por que ocurría esto?  “El fenómeno totalitario, observó Revel años atrás, “no se puede entender sin aceptar la tesis de que cierta parte importante de toda sociedad está compuesta de personas que desean activamente la tiranía: bien para ejercerla o, lo que resulta más misterioso, para someterse a ella”.
Fue una tentación que demostró ser extraordinariamente elástica.  Después del colapso de la Unión Soviética, a la izquierda europea que había sido compañera de viaje de los comunistas no le quedó otro remedio que admitir que el dios al que le había prestado servicios leales no era más que una ilusión, una disfunción incurable.  Sin embargo, esa concesión a regañadientes, como observara Revel, sirvió de trampolín para un nuevo asalto a los principios liberales democráticos.
El punto de inflexión, según Revel, fue la publicación en 1997 de El libro negro del comunismo, un compendio de 800 páginas de las barbaridades en serie de los regímenes comunistas, tanto en China como en Etiopía, en Rusia y en Cambodia.  La intelectualidad francesa recibió inmediatamente con furia esta gran tarea  intelectual, meticulosa en su investigación e incontrovertible en sus hallazgos, y rechazó aceptar que su apología de gente como Mao, Mengistu, Stalin y Pol Pot  era una forma de complicidad con los asesinatos en masa tan grave como la negación del holocausto.
Esta intelectualidad tampoco pudo admitir que el colapso del comunismo fue la reivindicación suprema de  anticomunistas de la Guerra Fría como Revel, quien durante mucho tiempo había sido calificado de paranoico político y fascista encubierto.  En lugar de ello, la izquierda adoptó un nuevo estribillo: cualesquiera que hubiesen sido los excesos del comunismo, eran muy inferiores a los del “totalitarismo liberal” y el “capitalismo salvaje”.  El comunismo, según esta concepción, se redimió a sí mismo mediante sus aspiraciones a la justicia social.  Y el hecho de que los regímenes comunistas reales —es decir, todos ellos— no alcanzaran ese ideal era prueba fehaciente ¡de que no habían sido verdaderamente comunistas!
 Revel escribe con agudeza sobre este bastión mental: “La utopía no está en modo alguno obligada a producir resultados: su única función es permitir a sus devotos condenar lo que existe en nombre de lo que no existe”.  Así, pues, el colapso político del comunismo entregó a la izquierda radical una avenida de resurrección ideológica a través de la cual podrían regresar a su pasatiempo favorito: arremeter contra la globalización y otras conspiraciones norteamericanas para esclavizar el mundo sin tener que sufrir los recuerdos desagradables de algunas de las alternativas, como por ejemplo, el Muro de Berlín. 
Una vez más, este enfoque, al subrayar los impulsos proteccionistas y xenófobos de la extrema izquierda, sirvió también para desvelar su parentesco histórico con la extrema derecha.  Aquí Revel retoma instructivamente la gran deuda de los nazis con el marxismo (en una ocasión Hitler se describió a sí mismo como “no sólo un vencedor del marxismo [sino también] su implementador”) así como con los dogmas antisemitas y racistas de Carlos Marx.  “¿Cuál es la religión mundana del judío?” preguntó Marx. “La usura. ¿Cuál es su dios? El dinero”.  El comunismo, según su padre fundador, “haría imposible el judío”.

El análisis de Revel contribuye a darle sentido a la versión última de la tentación totalitaria, en este caso, la tentación del Islam radical (aunque La gran mascarada no aborda explícitamente el tema).  Por extraño que pudiera parecer, los “progresistas” actuales de Occidente, “cuyas fijaciones políticas domésticas incluyen el matrimonio entre homosexuales y el derecho al aborto, suelen encontrarse frecuentemente haciendo causa común con fanáticos musulmanes para quienes estas cuestiones constituyen  anatema.

Esta filiación al parecer extraña tiene que ver, en parte, con la aversión a Estados Unidos e Israel que comparten izquierdistas radicales e islamitas radicales.  Pero como Revel descubre con astucia, el nexo más profundo es el que él denomina “la excomunión de la modernidad”, un rasgo de la izquierda que se remonta a las cavilaciones primitivistas  y contra la civilización de Rousseau.  Los islamitas entienden también esta comunidad ideológica: entre las fuentes doctrinales que cita Osama bin Laden se encuentra no sólo el Corán, sino también las obras de Noam Chomsky.
Todo aquel que crea que la tentación totalitaria quedó enterrada en el mausoleo de Lenin haría bien en leer este libro, con el que culmina la carrera literaria de uno de los verdaderos inmortales de Francia.

Bret Stephens , columnista de asuntos internacionales del WSJ

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