Por Raúl Dopico
Una famosa frase de Bertold Bretch dice: "Desdichados los pueblos que necesitan héroes". Durante 50 años de dictadura castrista Cuba ha sido eso, un pueblo desdichado sumergido en el horror de un estado-cuartel dirigido por un caudillo despiado, que envejece tanto como rejuvenece a diario su crueldad; un pueblo desdichado perturbado por el inmovilismo de un estado-dinastía, que arrecia la violencia institucionalizada y distribuye la responsabilidad con la crueldad-aunque esta siempre ha sido compartida en función de las circunstancias políticas y la conveniencia histórica-en un monstruo de dos cabezas: una que aparece en público, y otra que comanda en privado; un pueblo necesitado de héroes para salir de ese horror. Héroes que por demás han estad0 bastante escasos, sobre todo después de que la dictadura consolidó su aparato de represión y su amplia red de colaboracionistas y delatores. Y todo esto viene a colación a raíz de las recientes declaraciones de Guillermo Fariñas a una pregunta expresa de un periodista: "Sí, me quiero morir. Ya es hora de que el mundo se percate de que este Gobierno es cruel, y hay momentos en la historia de los países en que tiene que haber mártires… Orlando Zapata fue el primer eslabón en la intensificación de la lucha por la libertad de Cuba. Yo fui el que agarré el bastón de su relevo, y cuando yo me muera otro lo va a tomar".
Cabe entonces decir, malditos los pueblos que necesitan mártires. Y es que cuando la inercia, la modorra social de una nación llega a la situación de aturdimiento, de pérdida del conocimiento, de la conciencia, de la memoria en la que se encuentra Cuba hoy, sólo es porque su pueblo es un pueblo maldito, que avala la ilegitimidad de su caudillo, y que no tiene fuerzas para deshacerse del dominio que este ejerce con el hechizo de su voluntad y con la imposición de un estado-ejército.
Esa maldición es el caldo de cultivo para que surjan los mártires. Orlando Zapata Tamayo ha sido el más reciente. Guillermo Fariñas es el próximo. El mismo lo ha dejado claro, tiene esa vocación, que hasta sus enemigos le reconocen. Y de pronto parece que de una vez por todas comienza la alteración, el levantamiento contra un estado-cárcel. El enfrentamiento definitivo del hombre-mártir contra ese monstruo real que vomita llamas, con dos cabezas de hienas viejas, cola de dragón y vientre de buitre; contra esa quimera llamada Revolución cubana. Una quimera enfrentada por otra quimera, la del mártir dispuesto a la desafiante contienda, a la pendencia, el desafío y la riña de las ideas, de los principios; la del mártir que ha imaginado una nación libre, democrática, y que sabe que en su sacrificio está el germen moral de lo posible, de lo verdadero.
Si Fariñas cumple su palabra de hombre valiente-o si lo dejan-, la rivalidad que afronta el castrismo en el débil cuerpo de este hombre parece ser gigante. Pero los fascismos nunca, en su afán de conservar el poder, enceguecidos por la soberbia congénita que los domina, se percatan de cuál es la hendidura en el muro que quebrará los diques. Siempre creen que se pueden dar el lujo de un nuevo crimen, sin alcanzar a saber cuándo un cadáver los puede sepultar. El desafío está tendido ante sus narices: o ceden a las exigencias de Fariñas, y alargan su agonía en el poder, o colocan un nuevo mártir en sus vitrinas, que servirá para desmoronarlos.
El escenario está puesto. Los contendientes han desenvainado. Uno está dispuesto a matar y el otro a dejarse que lo maten. Uno es el verdugo, el otro el mártir. La historia ya está escrita: al final el verdugo siempre pierde.
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